Los años chilenos de Claudio Bravo
 
 
 
 
Revista El Sábado [El Mercurio], por Isabel Plant, 18 de Junio de 2011
 
 

Su futuro estaba en el negocio de su padre: la agricultura. Pero nunca le interesó. Su fama de retratista creció rápido mientras estaba en el colegio. Su ego, también. En Concepción llegó a ser el pintor favorito de la elite. Hasta que en 1961 decidió emigrar. Ésta es la vida del fallecido pintor antes de alcanzar la cima

Todo esto fue antes: antes de Europa, de España y los retratos a los reyes, de triunfar en Nueva York con los cuadros de papeles y envoltorios, antes del amor por Marruecos y los tres palacetes. Antes de vender cuadros por un millón de dólares. Antes de su regreso triunfal a Chile, con esa retrospectiva con récord de visitas en el Bellas Artes en 1994, y antes de la compra de su casa en el Llanquihue, donde se instaló varios veranos. Antes de que Claudio Bravo fuera Claudio Bravo, el realista, el exitoso, el que vivía en Marruecos y no volvió, fue un chileno con infancia de campo.

Campo elegante, claro: la historia comienza en Huilco, Melipilla. El padre, Tomás Bravo, un empresario agricola exitoso, su madre, Laura Camus, una ama de casa y "una santa", según él y la familia; por más que los siete hermanos y los primos Camus corrieran como locos por la galería de la casa, ella nunca gritaba. Años después, cansado de leer descripciones de una sencilla infancia campestre de familia "agricultora", Claudio Bravo habría dicho a sus cercanos: "Yo soy un caballero desde la cuna de oro en la que nací, no nací en cuna de madera".

Nacido en 1936, era el segundo de siete hermanos, que habitaban en esta casa de dos pisos. Había un comedor grande donde todos se sentaban a la misma hora, y bien vestidos, a la mesa. Afuera, una piscina. Y alrededor, animales, que tanto le gustaban, incluidos los caballos que serían una fascinación de por vida. "Creo que ese es uno de los recuerdo más remotos, estar asustado, agarrado a las crines del caballo, siendo un bebé casi", recordó el pintor en el documental La pupila del alma, de Hugo Arévalo, donde el artista reconstruyó su vida en sus propias palabras.

"Era palomilla, Claudio, era revoltoso", dice hoy su primo Gonzalo Carnus, cuya familia tenía un campo vecino al de los Bravo. "Veo a mi padre lavando el auto y cuando estaba listo, llegaba Claudio y ¡paf!, Ie echaba tierra encima".

La vida sólo de campo se le acabó pronto, cuando a los nueve años, al igual que otros hijos de agricultores, 10 mandaron de interno al colegio San Ignacio de Santiago. El chofer lo iba a dejar el domingo a Santiago y lo llevaba de vuelta el viernes, junto a hermanos y primos. Fue un cambio duro. "No se lo perdonaré nunca (a mi padre), porque realmente es tristísimo estar interno. Al año te adaptas, pero a los nueve años es muy duro. Lloraba, claro, como niño", recordó en el documental.

El campo de Huilco quedó para vacaciones y fines de semana y el colegio fue el lugar donde Claudio Bravo comenzó a dar sus primeros trazos, y donde terminaría encontrando su camino. A pesar de su padre.

EL REGALON

Esto de la pintura a don Tomás Bravo no le gustaba nada, y así lo recuerdan familiares y amigos, además del mismo Claudio Bravo. Hombre a la antigua, serio y exitoso, llevaba al mayor de sus hijos hombres a la feria agrícola, de la que también era dueño, y lo sentaba a hacer boletas; don Tomás quería que Claudio se dedicara al negocio. Años más tarde, el artista diría que fueron estas labores en los negocios de su padre las que le enseñaron a trabajar con rigor.

"El niño con los gatos", 1957.

"Autorretrato", 1954.
Pero, claro, él no era bueno para los estudios, o por lo menos, para los estudios que no le interesaban: las matemáticas y derivados. De hecho, era un desastre, como recuerdan algunos de sus compañeros de curso del San Ignacio: lo único que hacía en esas clases, era dibujar y dibujar. "Él participaba en muchas cosas, en teatro, literatura, y, por supuesto, en pintura. Le gustaba lo suyo y lo que no le gustaba, no lo miraba", recuerda Juan Carlos Ossandón, un ex compañero. "Dibujaba en clases en vez de tomar atención. Un tiempo estuve sentado al Iado de él, y de repente hacía cosas raras, me decía que quería comer una mosca. La dibujó perfecto, y se comió el papel. Debe haber estado tan aburrido".

El dibujo comenzó a compensar todas las otras faltas. Recuerda Bravo en el documental: "Cuando me iba mal en un ramo, tipo matemáticas, le hacía un retrato al profesor, y con eso me subían las notas, me ponía muy bien, después contestaba muy mal, pero ya no me podían rajar en el examen. Me lo perdonaban todo. Y como me consideraban un caso perdido para física, química y todos esos ramos, me dejaban hacer lo que quisiera, porque al mismo tiempo hacía exposiciones con éxito. Los mismos profesores me compraban los cuadros. Fui un niño mimado en el San Ignacio, lo pueden decir pocos".

El que se transformó en su salvador escolar fue un sacerdote, el padre Francisco Dussuel. Fue él quien puso a Bravo a cantar en el coro escolar y quien, finalmente, abrió paso para que su padre lo dejara dedicarse a la pintura. El sacerdote había visto los dibujos de Bravo y habló con su padre, pensando en que el joven debería tomar clases con el maestro Miguel Venegas Cifuentes. "Dussuel intentó convencer a mi padre y mi padre dijo: Mi hijo pintor, ni hablar. Va a ser un melenudo, lo van a tener que alimentar sus hermanos, se va a morir de hambre", recordó Bravo. "Él quería que siguiera con la feria (agrícola), todos los padres quieren lo mejor para sus hijos".

Así que el sacerdote pagó él mismo por las clases de pintura con el dinero de los jesuitas, según contó Bravo. Luego tomó un par de dibujos hechos por Claudio y se los fue a mostrar a don Tomás, sin decirle quién los había hecho. Le dijo que su hijo tenía que estudiar pintura, porque había alumnos talentosos en el colegio que podían hacer dibujos tan buenos como los que le mostraba. Tomás Bravo habría dicho: "Claro, si Claudio dibujara así, yo le doy permiso". El padre Dussuelle dijo entonces que lo que le mostraba era en realidad hecho por Claudio. Al padre del joven no le quedó otra que aceptarlo, y con 12 años, comenzó las clases con el maestro Venegas.

Sería casi la única educación formal de pintura que tendría Bravo en su vida; el resto, todo autodidacta. Y ya en ese entonces, siendo casi un quinceañero, demostraba su personalidad. "Desde joven mi maestro de pintura me decía que cambiara mi carácter, que era un ególatra por despreciar a los demás pintores chilenos, a los que encontraba pésimos", recordó el pintor.

Su falta de interés en los estudios finalmente lo alcanzó; repitió de curso. En ese nuevo curso, los últimos tres años de humanidades, Bravo hizo gran amistad con el hoy actor Héctor Noguera, con quien participó en obras, y quien lo acompañó de vacaciones en Melipilla y fue retratado numerosas veces por el joven pintor. Claudia Bravo terminó el colegio convertido en un pequeño artista, como se recuerda en el anuario de su sexto año de Humanidades, en 1955, donde se destaca su presentación en una muestra interescolar de pintura: "Sin duda, el mejor exponente fue Claudio Bravo, quien ya ha pasado las fronteras intercolegiales con una magnífica exposición en el centro de la ciudad que ha sido elogiosamente comentada por los críticos de arte de varios diarios".

Su padre no alcanzaría a ver la muestra; murió cuando él tenía 15.

Para los estudios era un desastre, recuerdan algunos de sus compañeros de curso del San Ignacio: en clases se dedicaba a dibujar.

EL RETRATISTA Y LA BOHEMIA

A los 17 años hizo su primera exposición en la que, como sena tradición después, vendió todos los cuadros. Eso sí, con un poco de ayuda, como comentó el pintor riendo en el documental: "Era muy fácil, mi padre tenía muy buenas amistades, en el colegio era mimado. Entre los amigos de mi papá y mis profesores me compraron todo". Esa primera exposición, hecha en el Taller 14 de la calle Tenderini, fue organizada por un nuevo amigo de Bravo, Pepe de Rokha, el hijo del poeta. Fue el comienzo de una época en donde el joven paseaba por el mundo de artistas, de café en café. "Trasnochaba hasta las dos de la mañana, hablando con la gente del teatro, ballet", recordó él.
Quienes 10 recuerdan de esa época cuentan que disfrutó mucho de su juventud; era un joven buenmozo, bien vestido, que salía a fiestas con su primo y amigo Sergio Bravo. Claudio Bravo contaría años después que salió con grandes bellezas de su época, y que pese a que nunca se casó (en su familia, muchos tampoco lo hicieron), igual tuvo grandes amores; los rumores sobre su sexualidad nunca fueron tema en la familia en esa época. Fue en estos años donde entabló amistad con gente como el poeta Luis Oyarzún, el escritor Benjamín Subercaseaux, el pintor Iván Vial o el abogado Ernesto Steffens.

Fue en la compañía de este último que Bravo llegó a Concepción, ciudad donde residiría tres años. "Ernesto llegó a la casa de mi abuela, María Eugenia Correa, y le dijo, "Mamá vengo con un amigo, Claudio Bravo", recuerda la sobrina de Ernesto, Cecilia Steffens, quien tiene cuatro cuadros del autor en sus paredes. "Y Claudio se quedó tres años en la casa de mi abuela, y no se fue nunca más. Ella feliz le arregló una pieza, y él empezó a pintarnos. Se pintaba autorretratos. Me acuerdo de verlo rodeado de tres espejos, se pintaba alas, se ponía una pancora en la cabeza, un collar tipo romano".

Fue en esos años cuando Bravo se hizo fama de retratista, plasmando a las familias de la ciudad. "Comencé a descubrir que se me daba bien el retrato, en pocas líneas sacaba el parecido a una persona, comenzaron a lloverme los retratos", recordó el pintor. "Un cuadro te lo hacía en unas diez, ocho sesiones. Era muy meticuloso, yo lo odiaba, porque estaba horas posando", recuerda Cecilia Steffens. Sería el inicio oficial de su carrera, que duraría cerca de 5O años; muchas de estas pinturas, en carboncillo y óleo, podrán verse a partir del 16 de julio en la Corporación Cultural de Las Condes, que volverá a montar la exposición "Claudio Bravo: Los años chilenos 1951-1960". Con la idea de aprender cosas nuevas, Claudio Bravo terminó su vida en Concepción en 1961, y partió a Europa en barco. El destino era París, pero se bajó en Barcelona y de ahí llegó a Madrid.

Antes se despidió de su familia en Melipilla, dice su primo Gonzalo Camus. "Ya llevaba un tiempo diciendo que él aquí en Chile no podía seguir. Siempre tuvo el concepto de que para aprender acá, no había nadie que podía enseñarle nada y se iba a Europa, porque ahí estaban los maestros".

Tenía 24 años. Vendría España. Vendría Marruecos. Vendrían veranos, muchas décadas después, en su casa de veraneo en el Llanquihue, donde recibiría a muchos amigos, y que vendería luego de que sus hermanas que vivían en Chile murieran.

No le quedaba nada más que visitar aquí.